domingo, 22 de junio de 2014

El escritor en su paraíso - Ángel Esteban

El profesor universitario Ángel Esteban recoge en este ensayo la vida de treinta escritores que trabajaron en algún momento determinado como bibliotecarios. Poniendo siempre en relación al autor y a la biblioteca, el catedrático construye breves apuntes biográficos de una treintena de grandes escritores universales. 

Normalmente es el autor el que se beneficia del amplío catálogo de libros a su alcance. En no pocas ocasiones, con poco que catalogar y menos clientes a los que atender, el escritor pasa la mayoría de sus horas de funcionario sustrayendo de los anaqueles todo libro que le despierta su curiosidad o escribiendo parte de su obra. Así, el premio Nobel Vargas Llosa reconoce él mismo en el prólogo que gran parte de su obra ha sido compuesta en las diferentes bibliotecas de las ciudades donde ha vivido. Bien en el Club Nacional de Lima, donde trabajó como bibliotecario cuando estaba recién casado y necesitaba de varios empleos para subsistir, bien en la biblioteca pública de Nueva York, en la British Library de Londres, o en la Biblioteca Nacional de Madrid. Así como en sus bibliotecas particulares en su casa de Madrid, París, o en el ático en Lima. 

Otro ejemplo de amor por las bibliotecas lo tenemos en el argentino Jorge Luis Borges si bien es cierto que tras su primer día en la biblioteca Miguel Cané descubrirá que había idealizado ese trabajo. Borges se siente aislado, rodeado de compañeros semianalfabetos que no valoran estar rodeados de libros, de saber. Posteriormente fue nombrado director de La Biblioteca Nacional. Allí, cuando ya había perdido la vista, seguía recorriendo a diario las estanterías pasando las manos por los libros, como si los leyera al tacto; sabía en que balda se encontraba cada libro. Es curioso pero, al igual que Borges, los escritores José Mármol y Paul Groussac también ocuparon ese cargo y, también como el autor de El aleph, quedaron ciegos.

En ocasiones no solo el autor se aprovecha del edificio rodeado de libros, sino que es la mano del hombre la que hace que evolucione la institución. Así, por ejemplo, Perec creó un sistema de indexación llamado método Flambo en la biblioteca de un centro de investigaciones donde trabajó. Y no solo eso, sino que ese sistema fue utilizado durante años por otros laboratorios franceses. También el catalán Eugenio D´Ors puso sus ideas al servicio de las bibliotecas, impulsando el sistema de préstamos interbibliotecario y unos estudios acordes con la tarea que allí se tenía que desempeñar. Las ideas de D´Ors  son el germen de los estudios de Biblioteconomía y documentación. O Gloria Fuertes, que convirtió la biblioteca en la que trabajaba no solo en un lugar público donde prestar libros, sino en un espacio donde compartir, charlar e intercambiar opiniones. En definitiva, un lugar vivo.

Pero no siempre la relación del autor con las bibliotecas es de amor incondicional. Así, Robert Musil amante de los libros pero no de la burocracia que significaba trabajar en un sitio así, fue encadenando bajas por enfermedad para no tener que enfrentarse al papeleo diario. Caso aparte merece la labor de bibliotecario de Marcel Proust. El autor de En busca del tiempo perdido fue becario durante años de una biblioteca a la que apenas acudió unas semanas y solo para charlar con sus amigos.

Ensayo muy ameno e interesante para todo aquel que tenga curiosidad por saber cómo afrontan los grandes escritores aquellos trabajos que no están directamente relacionados con su obra.

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