jueves, 29 de enero de 2015

El cielo de Lima - Juan Gómez Barcena

De todos es conocida la historia de Georgina Hübner, la andina que escribía cartas a Juan Ramón Jiménez declarando su admiración poética, primero, y su enamoramiento, después. El poeta, rendido ante sus encantos, se enamora perdidamente. Tanto, que decide ir a visitarla al otro lado del charco. Justo cuando se dispone a embarcar recibe un telegrama del embajador peruano: Georgina ha muerto. No menos conocido es que la tal Georgina Hübner nunca existió, sino que fue una invención de dos aspirantes a escritores, dos señoritos ricos que querían libros firmados del nobel español, difíciles de conseguir en el continente americano. A raíz de esta anécdota, el joven escritor Juan Gómez Bárcena construye la vida de estos dos limeños y de la correspondencia cruzada entre el personaje creado por ellos y el poeta español.

José Gálvez (de buena familia desde la cuna) y Carlos Rodríguez (nuevo rico gracias al negocio familiar del caucho) son los artífices de la broma. En vista de que ellos no se van a convertir nunca en poetas (saben que son malos escritores, saben que no tienen oficio, solo les gusta imaginarse siendo unos bohemios), al menos que una creación suya (Georgina Hübner) sea la musa para la construcción de una gran obra escrita por, nada más y nada menos, JRJ. Así, lo que empieza siendo un pequeño juego para conseguir algunos libros, va degenerando en la construcción de un personaje cada vez más sensual. Cada vez más sexual. Se produce un juego de espejos donde los protagonistas van creando a un personaje para hacerlo más real, mientras que el propio Gómez Bárcena va ficcionalizando a unos personajes que fueron reales. No en vano, una de las virtudes de esta narración es el juego que plantea el escritor santanderino entre ficción y realidad. Los protagonistas avistan desde su buhardilla a los habitantes limeños y los clasifican entre protagonistas y secundarios y a qué escritor pertenecen: a Galdós; a Zola; a Dickens. El propio Carlos se "enamora" de Georgina, porque es el ideal de mujer que anhela.

Tampoco es casual la elección del narrador. En tercera persona omnisciente, focalizando en todos los personajes, aunque sobre todo en Carlos. Es un narrador decimonónico, el que todo lo sabe, el que interrumpe la narración para dirigirse directamente al lector. Gómez Bárcena continúa con su juego, con esta novela que habla, sobre todo, de literatura, de su construcción.

A la vez que la pareja va modelando a Georgina, se nos describe la Lima de 1904, sus revueltas sociales, su lucha de clases. Sin caer en un exceso de datos, si que podemos entrever cómo era la capital peruana a principios del siglo pasado.

Pero el aspecto más destacado es, sin duda, la capacidad narrativa de Gómez Bárcena, el sentido del ritmo que le impregna a cada una de sus páginas, dominando la narración desde un primer momento; algo casi insultante en una primera novela. Espero hacerme pronto con el libro de cuentos Los que duermen, publicado también por Salto de página.

jueves, 22 de enero de 2015

Sueños de trenes - Denis Johnson

No recuerdo muy bien cuando leí Hijo de Jesús (en aquella colección de Debolsillo que llevaba un 21 y que estaba compuesta por autores como Foster Wallace, Palahniuk o Letehm, entre otros. Por cierto, el año pasado Random reeditó Hijo de Jesús). Debió ser hace diez o doce años, cuando me encontraba perdido en la facultad  y no sabía qué rumbo iba a tomar mi vida, hacia dónde quería redirigirla. Aquellos años fueron los que me formaron como lector. No fui un niño muy lector (aunque si me recuerdo leyendo libros, sobre todo en verano), ni tampoco un adolescente que devorara hojas. Fue en la veintena cuando empecé a descubrir autores, obras, librerías. Iba picoteando de aquí y de allá, sin mucho criterio, un poco por impulso y otro poco por lo que recomendaban diversas revistas. Supongo que una de las recomendaciones fue Denis Johnson. Del libro, tampoco tengo un especial recuerdo. Un libro de cuentos con algún tipo de relación entre ellos y personajes extravagantes (hablo de memoria, que conste. Igual estoy metiendo la pata hasta el fondo. Podría revisar de qué iba, pero prefiero dejarlo estar). No se parecía a nada de lo que hubiera leído hasta entonces pero, ya digo, tenía pocas lecturas encima. Ahora puedo aventurarme y decir que, si la memoria no me falla, se puede emparentar un poco con Bukowski o Carver. Tengo que releer ese libro.

Toda esta introducción larga e innecesaria para situar un poco la elección de un libro u otro a la hora de abordar mis lecturas. Dejé pasar Árbol de humo, en su momento no me interesó, pero he oído maravillas de él y al final seguro que caerá. Y este mes ha salido Sueños de trenes, una nouvelle que no hay que perderse.

En ella se nos narra la vida de un don nadie. Se llama Robert Grainier pero qué más da su nombre si ni él mismo tiene muy claro si nació en Estados Unidos o Canadá; si una vez muerto en su cabaña, tardan en encontrar el cadáver más de seis meses. Y eso que, como otros cientos de miles de trabajadores, contribuyó a la modernización del continente americano. Trabajó para diferentes empresas, construyendo puentes que acortaban las distancias y hacían la vida un poco más fácil a la hora de desplazarse. O cortando árboles. O de transportista. Pasó temporadas fuera de su hogar, apenas un terruño en mitad del Oeste americano. En una de esas ausencias, ocurre. Lo imprevisto. La catástrofe. Sin embargo, Robert Grainier no se replantea su vida sino que sigue, más o menos, como hasta ahora. Trabajando. Huraño. Casi invisible.

La prosa de Denis Johnson es seca, como la tierra en la que habita su protagonista. No le hace falta mucho alarde técnico para contar toda una vida gris y monótona en medio de un país en constante evolución. Johnson sazona esa sequedad con tintes de humor absurdo; en ese sentido, es impagable la conversación entre Robert Grainier y un hombre que ha sido disparado por su perro. Además, aparecen pinceladas de carácter epifánico o simbólico, lo que convierte este pequeño texto, en cuanto a dimensión, en una obra inmensa.

viernes, 16 de enero de 2015

Los hermosos años del castigo - Fleur Jaeggy

He de reconocer que no conocía nada de esta autora suiza cuya lengua de expresión es el italiano hasta que no leí una reseña de la escritora sevillana Sara Mesa para Estado Crítico (curiosamente una reseña no demasiado positiva. Podéis echarle un vistazo aquí). La obra en cuestión, El dedo en la boca, no era la más representativa de Jaeggy; era la primera novela que publicaba y, en palabras de la propia Sara, "es una historia a medio cocer". Sin embargo recomendaba dos novelas breves con las que poder iniciarse en el universo de la escritora suiza: Los hermosos años del castigo y Proleterka. Como ambos compartimos admiración por el "raro" uruguayo Mario Levrero y, por mi parte, considero la obra de la propia Mesa como una de las voces más originales del panorama narrativo español, me hice con el libro que intentaré comentar a continuación.

He leído, a posteriori, críticas positivas y negativas de esta nouvelle. Lógico. Sin embargo no deja de ser curioso que gran parte de esas críticas, tanto las positivas como las negativas, se basaran en el mismo punto de partida: su prosa está compuesta por frases sencillas, breves, asépticas, deslavazadas en recuerdos de los años de la protagonista en un internado de Appenzell. Y aquí viene la diferencia; para los detractores, esas frases se les quedaban en nada, en vacío, en un no contar. Para los partidarios de este texto, esa aparente vacuidad está cargada de un ambiente sombrío, claustrofóbico, de una sexualidad latente que está aflorando en las muchachas internas en el cantón suizo. Y es que esta novela no tiene acción, es reflexiva, sensorial. Entiendo las dudas de los que no comulgan con este tipo de escritura. Son poco más de cien páginas, me lo leo en poco más de una hora y ya puedo poner otro palote a mi lista de libros leídos. La manía de la cantidad por la calidad. Pocas páginas, de corrido lo tengo hecho. Pero no es así, Los hermosos años del castigo es una novela densa, en tanto en cuanto que precisa de un lector predispuesto a completar lo que calla la narradora. Porque esas frases simples esconden una complejidad en su interior que no se te va a desvelar; eres tú, lector, el que tiene que participar. Ahí es donde entra la Literatura. Esa que siempre hay que escribirla con mayúscula. La que se nutre de autor y lector y no se entiende sin la aportación de uno sobre el otro y del otro sobre el uno. La Literatura es bidireccional. Lo otro son historias.