A Enrique Vila-Matas le debo, entre otras cosas, ser fuente inagotable de recomendaciones literarias. A él le debo el descubrimiento de Robert Walser, de Laurence Sterne o de Emmanuel Bove (recuerdo haber quedado fascinado al leer
Mis amigos), entre otros. No sé muy bien cómo llegué hasta él la primera vez (aunque imagino que sería con
Bartleby y compañía), pero desde entonces me acompaña. Hubo una época en que me indigesté, me parecía que perdía fuerza, que se repetía, o que a mí, al menos, ya no lograba sorprenderme como había hecho anteriormente. Aun y todo, siempre me he mantenido fiel. Y para mi suerte, ese escritor que consiguió hacerme creer que en literatura no es todo sota, caballo y rey, ha vuelto. Y curiosamente creo que lo hace con una de sus novelas menos vilamatianas.
Y es que, al menos en las dos primeras partes de la novela, esta última obra de Vila-Matas es menos Vila-Matas que en otras ocasiones. Principalmente por dos motivos: porque es mucho más narrativa y menos ensayística, y por la mesura al introducir culturalismos, dos rasgos inconfundibles en la escritura del catalán. Y, a pesar de este alejamiento de sí mismo (creo que esta frase le gustaría al propio Vila-Matas), los temas son los propios de su amplia obra: la superación de la realidad a través de la literatura, la no acción (los Bartlebys, Oblomovs, o infraleves como en este libro), el juego de máscaras, los heterónimos, etc., forman parte del universo creador del autor.
En cuanto al argumento de la obra, la trama se dispara en múltiples direcciones. El eje central gira en torno a la relación entre un padre, que ya ha fallecido, y su hijo. El hijo siente que su padre se ha adentrado en su pensamiento y que trata de decirle algo. Descubre que su madre tenía un amante y que, entre ambos, han podido matar a su padre. Prepara un pequeño teatro junto a la amante de su padre, ahora amante del hijo, para insinuar el posible asesinato. Tenemos, pues, una revisitación y puesta al día de
Hamlet. De esta primera trama se desmadeja el resto de los acontecimientos: el escritor que quiere dejar de escribir porque se arrepiente de gran parte de su obra (y que es el narrador de esta novela); un viaje a Hollywood para comprobar si la frase "Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien" es de Scott Fitzgerald; o el capítulo titulado
Under the mango tree, que sorprende porque no parece escrito por la misma pluma, pero que tiene coherencia y es verosímil en el relato. Todo ello escrito con mucha ironía, fino humor y ciertas dosis de cinismo.
No se me ocurre ningún autor español que se merezca más el Nobel que Vila-Matas.