LA IMPORTANCIA DE LA MIRADA
Siete años después, Eloy Tizón ha
vuelto. Nunca se fue, siempre es nombrado en esta conversación, en aquel
artículo, en la otra conferencia. Porque hablar de la escritura de Eloy Tizón
es hablar de alta literatura, de metáforas imposibles, de imágenes plásticas de
alta belleza donde todos los sentidos se agudizan para no perder detalle.
Libros de lectura y relectura, las tres novelas y los dos libros de relatos
publicados hasta ahora nos tenían más que satisfechos, pero queríamos más. El
ser humano siempre es insaciable y quiere más. Y querer más dosis de Eloy
Tizón, de su personalísimo estilo, es bueno para la literatura. Es bueno para
la vida.
Tizón tuvo la desgracia de
debutar con Velocidad de los jardines,
libro de cabecera que se fue haciendo hueco sin alharacas, con buenas críticas
pero sin fuegos artificiales de por medio, y con un boca a oreja que hoy,
veintiún años después, todavía funciona. Por algo será. Y digo que tuvo la
desgracia porque parece que a cada libro que fue saliendo se lo fue comparando
con el primero. Así, los lectores que solo busquen las semejanzas se perderán
el registro de voces y el juego de matrioskas que es Labia; el mismísimo diablo como metáfora de los miedos de Gabriel
Endel (del Hombre, en general) en La voz
cantante; o su poética representada en el cuento Teoría del hueco, de su anterior libro de relatos, Parpadeos. Son solo unos ejemplos.
En esta nueva recopilación de
cuentos editados, esta vez por Páginas de espuma (una dupla que los incondicionales
del relato esperábamos con ansia), Eloy Tizón sitúa a sus personajes al filo
del abismo. Los va empujando poco a poco, hasta situarlos justo en el borde,
para ver qué hacen, cómo se desenvuelven. “Dicen que hay suicidas que se tiran
al mar y nadan hasta un punto tan alejado de la costa que saben que ya no
podrán regresar. No tendrán fuerzas para alcanzar la orilla. Exhaustos, morirán
en el mar. Ese punto. Ese instante de iluminación. Ese momento preciso en el
que uno decide dar una brazada más, la definitiva, la que le llevará a un lugar
sin vuelta atrás. Ese gesto último” (Pág. 57). Por ese “instante de
iluminación” caminan los personajes. No hay posibilidad de retroceder. Solo hay
un cuento en el que los personajes no caminan por el borde del precipicio. No
todavía. No en el cuento. No dentro del cuento. Después, quién sabe. Ese cuento
es Alrededor de la boda, donde todo
es optimismo, vitalidad, felicidad pese a. Pese al resto de los cuentos, pese
al resto de nuestras vidas. Porque el conjunto de relatos de Técnicas de iluminación es una vida,
donde siempre hay momentos, dichosos momentos, de alegría a pesar de las
facturas y las listas de la compra y la monotonía diaria. Porque Alrededor de la boda es la luz del
amanecer de un domingo lleno de buenos propósitos que, poco a poco, va
derivando hacía la melancolía de los atardeceres dominicales. Y hasta aquí el
cuento más tradicional. Casi con su planteamiento-nudo-desenlace. El resto, los
otros nueve, son puros poemas visuales.
Como si jugara al binomio
fantástico de Rodari o bailara con la máquina de coser y el paraguas en la
famosa comparación del Conde de Lautréamont, Eloy Tizón esculpe las palabras
precisas en cada momento, bucea entre las múltiples voces posibles para dar con
la adecuada, la que mejor suena musicalmente para lo que nos quiere relatar,
desde un paseo físico pero sobre todo mental de la mano de Robert Walser en Fotosíntesis, hasta el contenido de una
caja misteriosa en Ciudad dormitorio,
o las tribulaciones de una pareja en Los
horarios cambiados o Manchas solares.
Tramas apenas esbozadas, apenas sugeridas, que existen pero que poco importan
en este conjunto de relatos. Lo importante no es la trama. Lo importante es la
Literatura.
Reseña aparecida en la Revista Quimera número 363 Febrero 2014
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