Este libro es una pequeña obra maestra. Así de entrada. En poco más de 160 páginas nos sumergimos en la vida de Morris, un joven ejecutivo en una empresa de galletas, casado y con dos hijos. Aparentemente vive una vida apacible y serena, si no fuera por su alcoholismo.
La principal fuerza del libro radica en el punto de vista; se trata de un narrador en segunda persona (me suelen atraer las narraciones de este tipo), la propia conciencia de Morris que dialoga con él. Que a veces le dice que una copa de coñac le relajará y otras que prepare el desayuno a su familia como si no pasara nada, aunque el día anterior haya vomitado en la cama mientras intentaba hacer el amor con su mujer. Y es que Morris tiene grandes lagunas que se completan con los comentarios de su mujer o los compañeros de trabajo.
La desesperación por ingerir alcohol me ha recordado en algunos aspectos a los Diarios de John Cheever:
"Tenía puerta de cristal. Apenas podías respirar. Dentro había una botella grande de ginebra. Pasaste los dedos por el cristal; estabas de rodillas e intentabas abrir la puerta. ¿Dónde estaba la llave?
Había tres botellas. Ginebra, coñac y vodka. Detrás del cristal transparente. Y sin llave. Te asfixiabas. Tenías arcadas casi, así que...
Un momento después, la ginebra sabía a oxígeno líquido"
Como se aprecia en el fragmento el estilo es directo, con frases cortas y sencillas. Directo a lo que quiere contar. Sin florituras ni barroquismos. Con la misma necesidad y velocidad que tiene el protagonista por conseguir un trago.
Aunque también hay una variante lírica en el texto, cuando habla de la metáfora del barro que lo inunda todo y las acusaciones (como llama a sus hijos).
Beber para olvidar, beber para sentirse mejor, beber para controlar la situación, casi sentimos la ansiedad y desesperación que siente Morris por llevarse algo de alcohol a los labios. Un viaje a los infiernos hipnótico y sugerente.
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