La mano invisible comienza muy bien: un albañil realiza su trabajó en una nave industrial reconvertida casi en plató de televisión, donde un grupo de espectadores observa como construye un muro y, una vez que lo ha acabado, coge una maza, destruye la pared bajo la atenta mirada y posterior ovación de los presentes, y vuelve a empezar. 48 páginas, un gran cuento donde ya está toda la tesis de Rosa en esta novela: el trabajo manual, la monotonía, la alienación, la crítica social, el Gran Hermano que todo lo vigila (encarnados en un principio por el público). El resto, las 330 páginas de la novela sobran, por la sencilla razón de que es más de lo mismo. Donde hay un albañil, ponga ahora un carnicero, una administrativa, una teleoperadora, un mecánico... todos y cada uno de ellos realizando trabajos monótonos automatizados tras años y años haciendo lo mismo. Todos ellos descontentos con sus vidas. Todos ellos son las copias del albañil; entonces, ¿Para qué alargar la novela innecesariamente? Es una pregunta retórica, la verdad es que no tengo la respuesta.
La novela de Rosa es buena, en algunos momentos muy buena, en cuanto al estilo narrativo; no es fácil desmenuzar el trabajo de diferentes profesiones sin caer en el aburrimiento y en el tedio de sus páginas. Las pinceladas que dan los personajes de sí mismos a través de sus pensamientos son aceptables, a pesar de que no en pocas ocasiones recurre al cliché. En ese sentido, los personajes que nos presentan son algo planos y desdibujados; quizás también esa sea su intención, puesto que al fin y al cabo se trata de mostrarnos la deshumanización del trabajador.
Sin embargo siempre he creído en el valor de la brevedad. Al tratarse de una crítica social, la novela de Rosa hubiera tenido mucha más fuerza acotando la acción a un solo trabajador, en este caso el albañil, pero que es representante de todos los trabajadores manuales.
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