Quien se acerque a estos doce cuentos del poeta Carlos Marzal se percatará de que la prisa no lleva a ningún lado. Lejos del giro en el último párrafo, del comienzo in media res, de sobresaltos varios, estos relatos están narrados con calculada morosidad; las historias avanzan lentamente pero con paso firme, con una prosa cuidada al detalle. Cada cuento necesita su espacio vital para palpitar por sí mismo y Marzal se lo cede.
Porque sus protagonistas en la mayoría de los casos evocan pasajes de su juventud; aquellos sí eran tiempos rápidos: fiestas con sus respectivos excesos, paseos en moto, una novia nueva cada semana o, incluso, cada día. Sí aquella época se vivió deprisa quizás lo mejor sea rememorarlo con calma, disfrutando de esos tiempos en los que la mayor preocupación era ganar el torneo de fútbol de verano con los amigos.
Hay dos cuentos que, por temática, me recuerdan a Velocidad de los jardines y La vida intermitente de Eloy Tizón. Tienen esa voz lírica y ese tono nostálgico del que cuenta algo sobre el final de la adolescencia. Se trata de Tierras Hondas y El primer tren de la mañana. Son dos de los mejores cuentos de la colección. En el primero el protagonista recuerda su primer amor verdadero, sus primeras veces con María, la chica más deseada de la pandilla. En el segundo, los viejos amigos se reúnen en una comida muchos años después y allí está ella. Solo que en este relato se llama Adriana, pero bien podría ser la María del otro.
A pesar de que son doce cuentos individuales persiste una mirada en todos ellos, un mismo punto de vista: la mirada del poeta.
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