La soledad del corredor de fondo no es solo la del chico del reformatorio que pierde adrede una carrera porque es la única forma que tiene de protestar contra los carceleros y, por extensión, contra la sociedad. La soledad del corredor de fondo también es la de Ernest, un tipo que invita a unas niñas a comer todos los días aunque no tenga para él, con tal de que le hagan compañía en el pub (Tío Ernest). Pero la soledad del corredor de fondo también es la del profesor Raynor, que fantasea con unas dependientas al otro lado del cristal de su clase donde intenta impartir disciplina a un grupo de preadolescentes rebeldes (El señor Raynor, maestro de escuela). Y también, porque no, la soledad del corredor de fondo es la que padece ese matrimonio que, tras diez años separados, se reencuentran cada jueves en la casa de él para contarse nada durante seis años más (El cuadro de la lancha pesquera).
Los protagonistas de estos cuentos pertenecen a la clase baja de la Inglaterra de los cincuenta. Viven en barrios marginales y trabajan, los que pueden, en fábricas humeantes durante horas, de manera mecánica. Son perdedores, sin un mínimo de oportunidades. De esta manera, asistimos a un suicidio (algo grotesco) en Sábado por la tarde; descubrimos lo que puede agriar el carácter cuando pierde tu equipo en El partido de fútbol; o asistimos a los recuerdos que el narrador tiene de un chico de su infancia algo especial en Ocaso y hundimiento de Frankie Buller.
Completan estos nueve cuentos El tiovivo, donde un par de chavales gastan lo poco que consiguen en las atracciones de la feria; y La desgracia de Jim Scarfedale, donde se nos da cuenta de las relaciones de una madre y un hijo.
Aunque es cierto que el relato que da título al libro es el más potente y conocido, en parte debido a la adaptación al cine de Tony Richardson, lo cierto es que el resto de cuentos no desmerecen, más bien al contrario: refuerzan, si bien son completamente independientes, la idea del primer cuento.
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